viernes, julio 17, 2009

Puerto Rico y su status colonial


Puerto Rico y su status colonial

Por Dr. Pedro Rosselló Catedrático

En el 1988, por medio de la Resolución 43/47, la Asamblea General declaró los últimos 10 años del siglo XX como la ‘Década Internacional de la Eliminación del Colonialismo’. Al 2002, sin embargo, la ONU todavía tenía en su lista 16 territorios no autónomos (nueve en el océano Atlántico y el Caribe; cinco en los océanos Indico y Pacífico; uno en Africa y uno en Europa).

Estados Unidos es el administrador colonial de tres de esos territorios (Samoa Americana, Guam y las Islas Vírgenes americanas). En Puerto Rico, se percibía a finales de los 1980 un mayor consenso en cuanto a considerar como colonial el status político de la Isla –o que, cuanto menos, era inconsistente con la definición de un gobierno auténticamente autónomo aceptada internacionalmente.

En el 1989, y luego en el 1999, comparecí ante el ‘Comité Especial de los 24’ para argumentar que Puerto Rico debía ser restituido a la lista de la ONU de territorios no autónomos y que se le debía impartir instrucciones a Estados Unidos para que comenzara nuevamente a rendir informes periódicos sobre Puerto Rico al Secretario General, tal y como está obligado a hacerlo para Samoa Americana, Guam y las Islas Vírgenes americanas.

Ese viaje de 1999, resultó tan infructuoso como el sinnúmero de otros peregrinajes de otras almas sinceras que han viajado hasta la ONU desde 1953 para denunciar la situación política de Puerto Rico. No sucedió nada.

Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, el licenciado Nelson D. Hermilla, de Washington, D.C., publicaba el artículo ‘Puerto Rico 1898-1998: The Institutionalization of Second Class Citizenship?’ (Puerto Rico 1898-1998: ¿La institucionalización de la ciudadanía de segunda categoría?), donde afirmaba que: “El abogar creativamente por el reclamo de que la relación entre Estados Unidos y Puerto Rico es de cualquier otra naturaleza menos colonial es un ejercicio de negación que pospone para todos los concernientes la necesidad de confrontar el asunto.”

Y así, mientras bajaba el telón para el siglo XX, los residentes de Puerto Rico concordaban en términos generales con la comunidad internacional en que, luego de más de 100 años como “propiedad” de los EE.UU., todavía no se había resuelto satisfactoriamente el dilema del status de Puerto Rico.

Tal y como indicó Trías-Monge: “La persistente realidad es que existe un consenso general, aún entre los líderes de los tres partidos políticos de la Isla, de que Puerto Rico es todavía una colonia de Estados Unidos, con su gobierno reclamando y ejerciendo total soberanía sobre Puerto Rico, legislando y actuando por la Isla sin su consentimiento, cuestionando la existencia de un verdadero acuerdo y su contenido, e ignorando consistentemente los resultados de plebiscitos”.

Menos técnico, pero no menos fuerte en su condena del colonialismo abierto –es el reciente veredicto de los economistas Alexander Odishelidze y Arthur Laffer en su libro ‘Pay to the Order of Puerto Rico’: “Puerto Rico no es una nación ni un estado.

Ocupa un espacio en las penumbras, una especie de limbo donde todo y cada aspecto de sus asuntos, desde hacer cumplir la ley, la banca, la ciudadanía, los requisitos para programas federales y los impuestos se manejan de una manera peculiar a la Isla y su historia. El mantener a africanos americanos como esclavos en un momento se denominó como ‘una institución peculiar’. Hoy, esa institución peculiar es un reino intermedio llamado el territorio del ‘Estado Libre Asociado’, y en ese reino, tal opereta de Gilbert y Sullivan, ‘nada es lo que aparenta’.”

Al comenzar el siglo XXI, el ‘Tío Sam’ se encontraba cómodamente acostumbrado a descartar las ramificaciones internacionales de su inacción en cuanto a Puerto Rico. La prestidigitación legislativa de la Asamblea General de la ONU, que en 1953 removió a Puerto Rico de la lista de colonias del mundo, sobrevivió por medio siglo sin tener repercusiones significativas sobre Washington; y las Naciones Unidas –a pesar de sus prodigiosos arranques de cólera- se han limitado a lanzar hacia Washington nada más que retórica.

Mientras, la lista de colonias certificadas del mundo seguía reduciéndose, a la vez que la colonia más antigua y poblada del planeta Tierra ¡seguía omitiéndose por completo de esa lista!

Pero no todo era desolador; se veían destellos de luz al final del túnel. El ‘Tío Sam’ pronto se vio ante la “hoguera de la descolonización” en la propia sede de su gobierno. El 29 de diciembre de 2003, luego de estudiar el asunto por toda una década, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de los Estados Americanos (OEA) –con sede en Washington, D.C.– amonestó diplomáticamente a los EE.UU. por circunscribir el derecho al voto de los ciudadanos estadounidenses residentes de la Capital de la Nación (la OEA tiene 34 países miembros, en dos continentes y el Caribe).

En su meticulosamente detallado Informe Núm. 98/03, referente al Caso 11.204, la CIDH estuvo de acuerdo con el ‘Statehood Solidarity Committee’ (Comité de Solidaridad Estadista) del Distrito de Columbia en que “Estados Unidos era responsable de la violación de los artículos II (derecho a la igualdad ante la ley) y XX (derecho al voto y a participar en el gobierno) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en relación con la imposibilidad de que los ciudadanos del Distrito de Columbia votaran y eligieran a miembros del Congreso de Estados Unidos”.

La Comisión promulgó una sola e inequívoca recomendación a los Estados Unidos de América: “Otorgar a los peticionarios una reparación efectiva, que incluya la adopción de las medidas legislativas y de otra índole necesarias para garantizar a los peticionarios el derecho efectivo a participar en su parlamento nacional, directamente o a través de representantes libremente elegidos y en condiciones de igualdad”.

A pesar de haber logrado el voto presidencial en 1961 [Capítulo II], los ciudadanos americanos de Washington, D.C. quedan tan desprovistos del voto como los territorios cuando se trata de su influencia en el Congreso: al Distrito de Columbia se le otorga un solo “delegado” sin voto en la Cámara de Representantes de EE.UU. y ni siquiera una voz sin voto en el Senado.

De esta manera, se testimonia que los vecinos hemisféricos del ‘Tío Sam’ lo han amonestado por haber “trasquilado” a una comunidad de sus propios ciudadanos en cuanto al aspecto más fundamental del autogobierno. A la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se le acredita ciertamente por haber dado a conocer internacionalmente la presencia de una notable “abolladura” en la “noble armadura” del “máximo campeón de la democracia del mundo”.

¿Podría ser que pronto se avecine una declaración similar de parte de la Comisión en cuanto a la condición de los territorios de los EE.UU.? Aún mantenemos viva la esperanza.

Esta es una de varias columnas adaptadas en serie del contenido del libro “El asunto inconcluso de la democracia americana” (2009). El autor es profesor universitario.


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